sábado, 22 de marzo de 2008

en la guardarraya

mírame montesa
soy tu hermano
el anémico
el hipocondríaco
el acorralado entre las púas...
-juanmanuel gonzález-
del texto inédito sínsoras



Mi padre cuenta que tras una violenta “bravata” su familia fue desalojada del arrabal “Connecticut” en Arecibo (hoy cementerio submarino de columnas y escaleras truncas …). Él era un niño para entonces y aún recuerda como el mar engulló con sus enormes fauces a la “puerca” del tío Guillo. De eso hace ya, aproximadamente, cincuenta años, pero ayer reaparecieron las gigantescas olas a través de todo el litoral Norte de Puerto Rico. Observándolas, arrastrado también por la contagiosa curiosidad colectiva, escuché a varias personas de mayor edad decir: “…desde la muerte de Kennedy, no se veía algo así…”, o a uno que otro anciano narrar –lúcidamente y con la autoridad de todo privilegiado testigo- cómo el mar, cual pandilla de intrépidos vándalos, entraba a la ciudad y se llevaba todo cuanto encontraba a su paso. No cabe duda que ni el mismo Victor Rojas hubiera podido hacer frente a tan poderosa legión de crestas sucesivas. La Ribera del Abacoa se convirtió de pronto en un verdadero campo de batalla, en una ciudad de atrincherada espuma… Yo, como tantos, presencié el estruendoso embate, pero movido por un extraño deseo de superar viejos miedos, me lancé cual “Wave buster” a la misión de curiosear un poco. Recorrí toda la zona que comprende la costa entre Arecibo y Barceloneta. Pasé por lugares donde minutos antes el mar había saltado hasta la carretera, provocando más tarde el cierre de ésta por el peligro inminente y la cantidad de trozos de madera, plantas marinas, cocos, palmeras y toda clase de escombros, olvidados en su violenta estela. Mi destino era un viejo chinchorro localizado en plena orilla, cerca de la “Cueva del indio” en Barceloneta. Mi objetivo, además del prodigioso vaso de coraje en las rocas, era regresar a un lugar que me habita en sueños, un paisaje marino que me acecha desde hace ya mucho tiempo. Y allí estaba yo, tras el concurrido chinchorro, con el pretexto de orinar, expuesto a las olas, en un abandonado balcón de varillas oxidadas, entre centenarias ruinas, esperando….



De regreso por la misma ruta, no podía creer lo que veía. Pensé en el último “palo” y ya iba a echarle la culpa, cuando comprobé que no alucinaba: era Arecibo la ciudad contemplada en mis ojos, llena de vida, con su antigua alma extraviada, nuevamente en su sitio, de vuelta a su cauce… “Vi el populoso mar…”, vi una pinchera humeante, vi la muchedumbre en fila -sin empujarse- vi la plaza con todos sus faroles en vela, vi una “dominada” en pleno tranque, vi un carrito de Hot Dog con olor a cebollín de entraña, vi una niña y su dolido helado, vi todos los escaparates de la de Diego y ninguno logró reflejarme, vi un cardumen de cetíes temblando en su empanada, vi un engranaje de lenguas y a su parejita de novios, vi mi rostro enjuto y mi hígado cojo, sentí vértigo y ganas de otro trago, porque mis ojos habían visto lo inconcebible: un pueblo resucitado de entre los muertos, un pueblo lázaro…



El mar, en su poderosa embestida, nos devolvió nuestra conciencia de arena; de tanto sentirse ignorado, nos recordó nuestra condición de isla. El mar... como todo un Muy Leal vecino de guardarraya.


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viernes, 14 de marzo de 2008

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lunes, 10 de marzo de 2008